¿Sabes ponerte en el lugar de los demás? Seguro que te has hecho esta
pregunta más de una vez a lo largo de tu vida y siempre has pensado
que eres una persona tolerante, que comprende a la gente y sabe
ponerse en su lugar, pero lo cierto es que casi todos pensamos
que nuestros problemas son los más importantes del mundo, además
queremos llevar la razón siempre y nos sienta muy mal que alguien nos
lleve la contraria y difícilmente damos nuestro brazo a torcer, ni siquiera
cuando nos equivocamos y así surge la falta de entendimiento. Mi
abuelo solía decir que hay que alcanzar un equilibrio entre ponerte
en el lugar de los demás y no perder tu propio sitio en la vida y eso es
algo realmente complicado, pues a veces ni siquiera sabes cuál es tu lugar
en el mundo y te pasas toda tu vida intentando encontrarlo. Me
gustaría contarte como aprendí a ser una persona comprensiva y a ponerme
en el lugar de los demás.
Cuando era pequeña vivía con mi familia en una ciudad del norte de España
donde llovía casi todos los días, así que el paraguas era el complemento
indispensable de cualquier persona, cual si fuera una prolongación
de tu propio ser. Hoy en día todos los paraguas son muy parecidos y
tienen algo en común, están fabricados con material barato que
no te duran más de dos inviernos seguidos, pero cuando yo era
pequeña se cuidaba más la calidad y fabricación y un buen paraguas
podía durarte toda la vida y eso por no decir que una persona distinguida
siempre llamaba la atención por el diseño de su paraguas.
El paraguas más bonito que he tenido me lo regalaron cuando cumplí 12
años y comencé un nuevo curso en la escuela. Ese año me pusieron una nueva
profesora que venía de otro centro educativo. Se llamaba Soledad y era una mujer de
mediana edad y de sonrisa amable. Su aspecto era igual al de cualquiera de
nuestras madres, sin embargo había algo en ella que me llamó poderosamente la
atención, su gesto triste y apagado, como si el sol nunca hubiera formado
parte de su vida y hubiera presenciado dos mil días seguidos de lluvia.
En ocasiones cuando estábamos en clase parecía ausente, como si su
mente estuviera paseando por los planetas mientras explicaba la
lección. Hablaba muy poco y nadie sabía nada sobre su vida. A la hora
del recreo nunca salía al patio ni se juntaba con los demás profesores. Solía
permanecer en clase seria y pensativa, los niños se reían de ella
y le pusieron el mote de "La triste Soledad". En el segundo
trimestre Soledad faltó una semana entera a clase y aunque nos pusieron un
profesor sustituto, algunos padres se quejaron de su extraño
comportamiento y decidieron abrirle un expediente con el fin de
cesarla a final de curso. El día que regresó a clase, nuestra profesora
venía con un brazo escayolado y el semblante más abatido que
nunca, suponíamos que había tenido un accidente, pero nadie se atrevió a
preguntarle y en secreto todos nos reíamos de su miserable aspecto, aunque a mí
me daba mucha pena.
Una tarde cuando terminaron las clases comenzó a llover y me di cuenta
que había olvidado mi paraguas en casa, así que decidí esperar un rato a que
escampara. Todos mis compañeros y la profesora se habían
marchado ya y me quedé sola en el aula. Aquella tarde el cielo parecía
querer descargar más lágrimas de la cuenta y no paró de llover ni un solo
segundo. Al cabo de media hora decidí marcharme a casa, aunque mi ropa se
empapara, pues no quería que mi madre se preocupara y cuando iba saliendo del
aula, vi colgado en la percha el paraguas de mi profesora, así que
decidí cogerlo prestado. Era un paraguas grande, con el puño en forma de pato y
unos dibujos de colores muy alegres que chocaban con la
tristeza de su propietaria, pues el estampado de un paraguas suele
decir mucho del carácter y temperamento de su dueño, pero no parecía
ser éste el caso.
Salí a la calle y abrí el paraguas, me encaminé en dirección a mi casa,
pero hacía mucho viento y noté que el paraguas me llevaba en la dirección
contraria. Intenté seguir mi camino, pero el viento me impedía seguir adelante,
era como si el paraguas quisiera llevarme a otro lugar, así que decidí
agarrarme fuerte y dejarme llevar. Y así pasé por un barrio que no
había visto antes, también crucé un parque y el paraguas parecía no
querer detenerse, hasta llegar a una calle donde había casas antiguas
pintadas de color azul y rodeadas de un pequeño jardín. De repente el viento
cesó y el paraguas se detuvo justo delante de la última casa. Vi que había luz
en la ventana de la cocina. Me oculté tras un matorral y miré al interior.
Entonces vi a mi profesora sentada en una silla llorando, tapando su rostro
con sus manos, mientras un señor que parecía ser su marido le propinaba
una sonora bofetada y le amenazaba entre gritos. En cuestión de segundos
el marido salió de la cocina, entró en una habitación donde un
niño pequeño aguardaba leyendo un cuento y se marchó junto a
él dando un fuerte portazo y dejando sola a mi profesora, que parecía
una estatua de sal. A partir de aquel instante comprendí a qué se debía su
tristeza y me sentí mal por haberme reído de ella en lugar de haber
intentado ayudarle. Sin pensarlo dos veces llamé a la puerta. Al
verme allí, mi profesora se sorprendió y puso cara de circunstancias pero
yo le di un fuerte abrazo, le dije que venía a devolverle su paraguas
y ella me invitó a merendar. Entonces se puso a llorar y me confesó
que su marido la maltrataba desde que nació su hijo porque quería que
ella dejase su trabajo y había soportado la situación durante mucho
tiempo, pero ya no podía más y le había pedido el divorcio y
él le amenazaba con llevarse a su hijo, así que tenia que seguir
soportando la situación en silencio, pues no tenía más familia en aquella
ciudad y tampoco quería dejar su trabajo como profesora.
En esa época la sociedad no estaba tan concienciada con el tema del
maltrato y las personas que lo sufrían solían ocultarlo porque
pensaban que tenían la culpa de lo que sucedía y se lo merecían o
bien por miedo a sufrir rechazo social, así que no es de extrañar que mi
profesora estuviera en esa situación y nadie lo supiera. Mi madre es
psicóloga, así que invité a Soledad a nuestra casa y todas las tardes
mi madre le daba pautas para ayudarle a superar el miedo y el dolor y para
mejorar su autoestima. También fuimos a hablar con el director del colegio, le
hicimos partícipe de la situación y entre todos los profesores y alumnos
decidimos crear una asociación para ayudarla a ella y a otras madres que
estaban pasando por lo mismo y que por falta de apoyo no se habían
atrevido a poner una denuncia. Y así fue cómo mi profesora se sintió
respaldada para denunciar a su marido y separarse de él, iniciando con su
hijo una nueva vida. Todos pudimos ser testigos de su evolución
y pudimos ver que volvía a ser una persona alegre y feliz, como
había sido mucho antes de que la conociéramos. Entonces comprendí que su
paraguas colorido encajaba perfectamente con la persona que ella era en
realidad, una mujer optimista y vital que volvió a brillar en el aula y pronto
se convirtió en la profesora favorita de todos los niños. Y así fue cómo
aprendí a ponerme en el lugar de los demás y debo darle las gracias a aquel día
de lluvia y al paraguas de mi profesora porque desde entonces he
sabido comprender a todas las personas que he conocido y me he convertido
en una persona tolerante y compasiva.
A veces en la vida es necesario que cierres tu paraguas para que dejes de
ver sólo lo que tienes delante y puedas observar el horizonte de las
personas que te rodean y cuando la lluvia moje tu rostro, notarás que
hay alguien cerca de ti que te ofrece cobijarte bajo su paraguas. Entonces
verás la lluvia caer desde la perspectiva de la persona que te
resguarda y así aprenderás lo que es ponerse en el lugar de los demás, sin
dejar de ver tu propio punto de vista. Depende de cómo veas la vida y
comprendas a aquellos que te rodean, así verás desaparecer un día de lluvia
gris y dar paso a un arcoiris multicolor que iluminará tu corazón.
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